Mira las nubes, me dijo mi abuela, hoy va a llover.
Y como no podría ser de otra manera, mi abuela siguió con el refranero de posguerra: no se puede tener el corazón abierto, al final te lo parten.
Y seguidamente, siguió cosiendo el dobladillo de mi falda. No se como puedes llevar esto tan corto, me comentó mientras se recolocaba las gafas de cerca.
Me quedé contemplándola un instante. Es paradójico como la ternura se transforma en lágrimas.
Sentada en su sillón con cuatro cojines de más para poder incorporarse fácilmente, fui definiendo sus formas: sus zapatillas de estar por casa de cuadraditos escoceses ensanchados de tantas bolitas anidadas por el tiempo, sus tobillos hinchados que sólo me contaban el tiempo que llevaban aguantándola, sus rodillas anchas debajo de las medias de color carne, el color de la carne estándar, saltándome el interrogante por el color que realmente tendrían. Su falda plisada ensanchada mil veces por el paso de tantas navidades acompañadas de turrones y polvorones, por su camisa de seda blanca, mil veces planchada con tanto amor que parecía comprada ayer y con el clínex asomándose por la manga, siempre atento a la lágrima que podía asomarse.
Y me sacudió una revelación. Lo vi claro. El clínex no servía para recoger las lágrimas que no aguantaban sus párpados por la vejez, claro que no, el clínex era el testigo. Sí, el testigo de un amor secreto, un amor escondido, un amor eternamente olvidado y eternamente querido, el clínex sabía qué corazón rompió el de mi abuela para que nunca más se abriera.
Dejó de coser, lo cogió aún caliente por el palpitar de su pulso y me lo ofreció. Me sequé la lágrima de la ternura y así, ésta reposó con las suyas, al fin.
Astrid