Me levantaba por la mañana. Miraba el móvil. Revisaba el mail. Nada. No había noticias de Miranda. En parte me alegraba, claro. Eso significaba que estaba bien, ella a lo suyo…
Por otro lado, he de reconocer que no saber me creaba cierta angustia, imaginaba que esta nueva situación era más fácil para ella que emprendía una aventura y no tenía tiempo de pensar en lo que dejaba atrás, que para mí. Al fin y a al cabo, era yo el que se quedaba aquí, viviendo en un piso que antes era de dos, inmerso en mi rutina de cables, discos, y botones imposibles, en pleno proceso creativo diluido con ausencia y vacío.
Mi día a día se convirtió en un continuo de dudas y celos. Temía que Miranda pudiera conocer a alguien en pleno viaje hacia el misticismo que envuelve un país como la India. Y a la vez me liberaba al pensar que eso resultaría la excusa perfecta para empezar, cada uno de cero, una nueva etapa, sin mierdas del pasado.
Cuando me decidí a enviarle el mensaje, le di ánimos, le deseé suerte y le pedí disculpas por haber sido un auténtico analfabeto emocional. Miranda merecía algo más que no supe darle. Pero a riesgo de sonar distante añadí una promesa a mi breve monólogo: estaba seguro que podría esperar a que regresara. El dolor prematuro provocado por su desapego me conmovió y acerté a dejar una puerta abierta.
¿Si era sincero? Claro, no mentía. Aun así, es verdad que yo era el primero que lo veía complicado. Mi previsión de un futuro próximo pasaba por Miranda, el futuro más lejano era totalmente incierto, pero no se lo dejé intuir. Reconozco que volvía a ser egoísta, pero no estaba preparado para enfrentarme al punto cero.
Releí mi mensaje varios días después, y me recordó a algo muy adolescente, a un amor de verano a los quince, promesas sin base real, movidas por un instante de angustia y soledad mal entendida, palabras guiadas por la inmadurez de no saber enfrentarme al abismo de una ruptura. Suponía que a Miranda le provocaría un hilo de esperanza, estaba convencido que ella esperaba recibir una nota de ese estilo, y aunque no fui del todo honesto, a mi también me ayudaba a salir, cada mañana, de la inmensidad de una cama antes compartida.
Días después de aquello, me llamó Marcos, mi amigo y compañero de fatigas. Le conté por encima como estaba, sin detalles y sin mostrar mi cara más amarga. Marcos me escuchó atento, pero no le dio más importancia. Me comentó que se me quitaría la tontería en cuanto pasara algo de tiempo, unos días conmigo y estarás como nuevo, me dijo. No me convencía demasiado, pero me dejé llevar. De hecho me obligué a salir con él y toda la tropa. No me vendrían mal unas cervecitas con colegas. A nadie le amarga un dulce, y estaba convencido que la espera se me haría eterna si me quedaba encerrado entre las cuatro paredes de mi estudio.
Pablo.